El británico Robert Scott y sus hombres pretendían ser los primeros en
alcanzar el Polo Sur. Fracasaron. Cuando llegaron, comprobaron que el noruego
Amundsen lo había logrado 35 días antes. La terrible decepción acabó por
agotarlos. No lograron regresar. Murieron los cinco. Pero eso no impidió que
fuesen considerados héroes.
Mi queridísima
esposa: estamos en una situación muy difícil, y albergo serias dudas sobre
si seremos capaces de salir de ella… Si algo me ocurre, me gustaría que supieras
cuánto has significado para mí y cuántos maravillosos recuerdos me acompañan en
la hora de mi partida. También quiero que te consueles sabiendo que no he
sufrido ningún daño y que abandono este mundo libre de sufrimiento y lleno de
salud y vigor. [...] Querida, no es fácil escribir por el frío: estamos a –70 ºC
y la tienda es nuestro único refugio. Sabes que te he amado, que mis
pensamientos han estado siempre contigo y debes saber que para mí lo peor de
esta situación es saber que no te volveré a ver. Hay que afrontar lo inevitable.
Tú me animaste a liderar esta expedición y sé que eras consciente del peligro
que entrañaba. Lo he hecho bien, ¿no crees? Dios te
bendiga».
Estos fragmentos de la última carta del capitán
Robert Scott a su mujer –con el encabezamiento «A mi viuda»– son el epílogo de
una de las mayores y más heroicas gestas polares de todos los tiempos. En una
carrera por ser los primeros en llegar al Polo Sur, ingleses y noruegos
realizaron una durísima travesía por el interior de la Antártida. Por parte de
los noruegos, la empresa estaba encabezada por Roald Amundsen, gran experto en
travesías polares, magnífico esquiador y un veterano en el uso de trineos
arrastrados por perros. Por parte de los ingleses, la dirección recaía en Robert
Falcon Scott, capitán de la Royal Navy, hombre de salud delicada pero de gran
determinación y con una importante experiencia en expediciones polares. Cada uno
tomó sus decisiones creyéndolas acertadas y cada uno jugó sus cartas como mejor
supo. El resultado es el ya conocido. Cuando Scott y sus hombres llegaron al
Polo Sur al borde del agotamiento el 13 de enero de 1912, encontraron con que
Amundsen se les había adelantado llegando el 14 de diciembre de 1911, apenas un
mes antes, arrebatándoles la gloria de la victoria. Aquello fue el principio de
una de las tragedias que siguen conmoviéndonos como si hubiera sucedido ayer.
Agotados y desalentados por la derrota, Scott, el médico y zoólogo Edward Adrian
Wilson, el contramaestre Edgar Evans, el teniente Henry Robertson Bowers y
Lawrence Edward Grace Oates emprendieron una lenta marcha de regreso de la que
ninguno saldría vivo.
El 17 de febrero Evans, enfermo de
escorbuto, herido en la cabeza al caer en la grieta de un glaciar y con las
facultades mentales perdidas desde hacía días, murió agotado cerca del glaciar
Beardmore. Aunque sabían que su situación era irreversible, ninguno de sus
compañeros dudó en arrastrarlo en un trineo durante sus últimos días, cuando ya
era imposible que avanzara por sí mismo, a pesar de que todos necesitaban
reservar sus fuerzas para intentar salvarse.
Un mes después,
tras largos días sufriendo congelaciones, mala alimentación, deshidratación y
agotamiento, Oates llegó a la conclusión de que una antigua herida de guerra,
que se le había gangrenado a causa del escorbuto, lo dejaba sin opciones de
salvación. Oates sabía que sus compañeros no lo abandonarían jamás y sabía,
igualmente, que ya no les quedaban energías para heroísmos, así que decidió
darles una oportunidad a sus compañeros librándolos de su pesada carga. Al
anochecer del 17 de marzo, día de su 32 cumpleaños, salió de la tienda
comentando con ligereza: «Voy a salir. Posiblemente, me quede algún tiempo».
Luego se alejó en medio de la ventisca para no volver jamás.
Por
desgracia, su sacrificio fue en vano. Trece días más tarde Bowers, Wilson y
Scott, completamente exhaustos, desnutridos y congelados, morían en su tienda a
apenas 11 millas del Depósito de una Tonelada, la reserva de alimento y
combustible que los habría salvado. Fue en la tienda durante sus últimos días
donde, incapaces de salir debido a una terrible tormenta, Scott terminó su
diario y escribió las cartas que conmoverían al mundo. A la madre de su amigo
Wilson, al que veía agonizar junto a él, le escribió: «Mi querida señora Wilson,
si esta carta llega a sus manos, sepa que Bill y yo hemos fallecido juntos.
Tenemos las horas contadas y deseo que sepa el espléndido comportamiento que ha
tenido Bill en los últimos momentos. Se ha mostrado en todo momento alegre y
dispuesto a sacrificarse por los demás, y no me ha dirigido una sola palabra de
reproche por haberlo metido en esta situación…
En sus ojos brilla una serena
mirada de esperanza y su mente está tranquila por la confianza que le da
considerarse parte del gran orden divino. No puedo brindarle otro consuelo que
el de decirle que ha muerto como vivió: como un valiente, un hombre a carta
cabal, un excelente compañero y un fiel amigo».
Scott, con
su último aliento, quería dejar en sus cartas constancia del valor y el esfuerzo
que habían realizado. A su viuda le decía: «Espero ser un buen recuerdo para ti.
Tengo la certeza de que mi final no es nada de lo que avergonzarse y creo que
será motivo de orgullo para nuestro hijo».
A un buen amigo,
padrino de su hijo, le escribió: «Mi querido Barrie, vamos a palmarla en un
lugar muy incómodo. Espero que alguien encuentre esta carta y te la mande. Te
envío unas palabras de despedida. No temo en absoluto la muerte, pero me
entristece perderme muchos de los modestos placeres que planeaba disfrutar
durante nuestras largas marchas. Puede que no haya demostrado ser un gran
explorador, pero hemos realizado la marcha más extraordinaria que se haya hecho
nunca y hemos estado
muy cerca de alcanzar un enorme éxito. Adiós, mi
querido amigo».
Y por último: «Si hubiéramos vivido, habría
podido contar una historia acerca de la resolución, la entereza y el coraje de
mis compañeros que habría conmovido el corazón de todos y cada uno de los
ingleses. Tendrán que ser estas improvisadas notas y nuestros cadáveres los que
la cuenten».
Puede que no fueran los mejores exploradores
polares, puede que no consiguieran llegar primero a la meta
del Polo
Sur, puede incluso que la historia les designe el papel de perdedores. Pero más
allá de la vanidad efímera de una meta geográfica, de lo que no cabe duda es de
que Scott
y sus hombres fueron, y serán para siempre, unos héroes.